RELATO: LA VIDA

28/8/16

 Corrían principios del siglo XX. Una joven de nariz aguileña y cabellera hasta la cintura sufre dolores de parto. Una niña pequeña le agarra del borde de la falda y la sigue callada. El cuarto de lavandería le parece buena idea donde poder recogerse, ya que todos se encuentran ajetreados con el banquete de Nochevieja. Pocas horas después, la mujer sostiene un pequeño bulto bajo sus brazos el cual solloza agitadamente. Ese 1 de enero de 1906 nací en la gran mansión que iba a ser mi hogar durante los próximos veinte años. La casa se localizaba en Durham, situada al noreste de Inglaterra. Eso sí, nunca pertenecí a la aristocracia del momento, me crié entre fogones, pues mi madre, y posteriormente mi hermana, era la cocinera de la familia Clapton.

     Todo esto, pequeño intruso, dio lugar en mi infancia y hoy, casi 90 años después, lo escribo a pesar de mis doloridas manos por el frío londinense que nos prepara para el fin de año. Alojo muchos recuerdos en mi mente, muchos de ellos apartados desde hace años, otros muchos son antiguos pero viven con gran intensidad en mi. Muchos de esos ellos serán borrados cuando mi vida acabe, y le queda poco. Por eso he decidido escribir mis memorias, mis luchas y mis victorias. No deseo enaltecerme, pero he vivido millones de cosas que vosotros hoy en día solo veis en esas televisiones que os alejan de la realidad. Esto que paso a contar, podrá aburrirte, solo son viejas historietas de una anciana que ha conocido poco pero ha vivido intensamente. Pero te aseguro que cosas así, son dignas de contar.

     Mi madre dio a luz a mi hermana Lisa a finales del siglo XIX. Las dos habían ido a parar a la mansión poco después de nacer mi hermana. Nunca supe quien era mi padre, pero tampoco me importó lo suficiente conocer a alguien que jamás me quiso. En cambio, en la casa fuimos adquiriendo cariño de los demás sirvientes, y esa era la única familia que puede tener. La ama de llaves, Mrs. Brown era una mujer de avanzada edad, pero que nunca pareció envejecer pues siempre se mantenía con energía y activa. El señor Adams, era el primer criado, su mujer María era la jefa de criados y su hijo, James Adams, el segundo criado. Mi hermana Lisa se convirtió a la edad de 13 años en la fregona y la ayudante de cocina.

     La familia Clapton había construido la casa 150 años atrás y había sido heredada generación en generación. Lord Timothy Clapton había conseguido mantenerla en buen estado, tras la muerte de su esposa, Lady Caroline. La antigua mansión, a pesar de su perfecto estado, se hallaba en una constante ausencia. Lo único que mantenía alegre a Lord Clapton eran sus tres hijos. Hasta que no se casó dos años después con la condesa Elizabeth Rogers, una mujer de raíces americanas y un tanto prepotente, la casa no recibía visitas ni celebraba festines. Así pues, yo crecí junto a ellos, a los siete años les hacía las camas y veía como daban clases en su estudio, muriendo de envidia por no poder sentarme junto a ellos y aprender a leer y escribir. Sobre todo ansiaba conocer el placer de la lectura e imaginarme todos los cuentos y poemas que les oía recitar. Aprendí a los diez gracias al primer hijo de Lord Clapton, Thomas Clapton, el único de los niños que me dirigía la palabra. Thomas había nacido meses después que yo y tenía dos hermanos menores que él, Jane y Joseph, que eran mellizos. Con ellos no conseguí relacionarme tanto, me miraban como si fuera una pordiosera, y Thomas siempre era quien me defendía de sus amenazas infantiles. Thomas, o Tommy como yo le llamaba, se dedicaba a venir todas las tardes a la cocina donde estábamos mi madre y yo, y nos recitaba poemas que había aprendido. Poco después de aprender yo a leer, me prestó un libro que le había mandado leer Mrs. Sullivan, su institutriz. El libro tenía apenas 50 páginas, con portadas azules y letras doradas, y se titulaba “La Cenicienta”. Comencé a leerlo cuidadosamente, releyendo palabra por palabra para comprender la historia. En apenas cinco días, lo había finalizado, quedando maravillada por la increíble historia que narraba, historia que no tenía un denso argumento, pero para una niña de diez años era toda una obra de arte. En él, una joven entristecida por la muerte de su padre, había quedado huérfana y a cargo de su madrastra, quien la maltrataba y le hacía trabajar de criada en su propia casa. Tiempo después, se celebraba una fiesta en el palacio real, al cual Cenicienta no podía asistir pues no estaba invitada. Gracias a su hada madrina consiguió ir y conocer al príncipe, pero al dar la medianoche, la joven tuvo que marcharse, perdiendo su zapato de cristal. El príncipe lo encontró, y se dispuso a encontrarla donde fuese. Recorriendo el pueblo, logró encontrarla y colocarle el zapato de cristal. Así, Cenicienta y el príncipe continuaron juntos, haciendo realidad el sueño de ella, conocer a su príncipe azul. Otro maravilloso libro que leí y que ha marcado un antes y un después en mi vida fue “Romeo y Julieta” de William Shakespeare. ¿Cómo unos amantes pudieron terminar así? Mi conclusión a lo largo de los años aún me sorprende. Julieta y su Romeo demuestran que lo más grande que te puede suceder es que ames y seas correspondido,  pero que un gran amor, conlleva una gran pena. Pero por desgracia, millones de personas lo toman por una romántica simpleza. ¡Pues no! Shakespeare supo plasmar a la perfección ese amor pasional y juvenil y siglos después, Romeo y Julieta siguen viviendo aún habiendo muerto a tan temprana edad.

     Thomas Clapton era un niño de ojos claros y enigmáticos, piel acostumbrada al sol de Inglaterra y pelo anaranjado heredado de su madre. En cambio su hermana Jane poseía unos rizos color platino, sus ojos color miel contrastaban con su piel pálida y le daba un aspecto de muñeca de porcelana. Joseph, el hermano mellizo de Jane, representaba la fuerza absoluta, corpulento desde bien pequeño, había desarrollado unos brazos fuertes, sus manos grandes resaltaban su cara de no haber roto nunca un plato y sus ojos y su pelo eran tan claros como el mar. Por el contrario, mi hermana y yo, éramos la cruz de la moneda. Nuestra piel, heredada de nuestra abuela colombiana era dorada y brillante. Mi hermana poseía unos ojos color miel y los míos simulaban esmeraldas. Mi pelo largo y con tendencia a enredarse era del color del chocolate puro. Mi madre siempre decía de mi que era una verdadera señorita, intentando animarme cuando me entristecía al ver los vestidos de Jane y compararla conmigo.

     Thomas y yo vivimos juntos muchas aventuras, se puede decir que crecimos juntos pero hasta la edad de cuatro años no nos hicimos uña y carne. Nuestros juegos  consistían en escondernos en el cuarto de calderas y esperar a que nos buscaran o nos echaran de menos. Allí dentro contábamos historias o él me contaba lo ocurrido durante sus vacaciones. Mi madre, que adoraba a Tommy, nos preparaba pasteles exquisitos que Thomas y yo devoramos en un santiamén. Tantos momentos vivimos que me parecen pocos cuando los recuerdo uno a uno. A la edad de ocho años, mientras limpiaba su dormitorio, oí un grito que provenía de su cuarto de aseo. Al llegar, Thomas enrollado en una toalla se agarraba el pie del cual salía sangre. El espejo se había desprendido de la pared y el suelo se había llenado de cristales. Tommy lloraba y me pedía que no avisase a nadie, que yo misma le curase. Yo le preguntaba qué había ocurrido, si era un corte profundo y si podía infectarse. No sé como, conseguí cerrar la herida mientras Thomas sollozaba silenciosamente. Al finalizar, apoyó el pie dolorido en el suelo, y con gran esfuerzo, consiguió besarme en la frente al tiempo que murmuraba un: gracias mi bella Julieta. Yo le consideraba mi único y mejor amigo, pues no conocía a nadie más fuera de la casa. Él visitaba pueblos de los alrededores y cuando el frío desaparecía una temporada, se marchaba un par de semanas a casas de familiares lejanos, mientras mi madre y yo disfrutábamos del poco tiempo que teníamos antes de su vuelta. Cuando volvía, me hablaba de cosas que yo jamás había imaginado.

     Ojalá hubiera sabido lo que una palabra puede significar. A los doce años, Thomas ya tenía planeada toda su vida. Sabía a que se dedicaría siendo mayor, donde viviría, y sobre todo, con quien. Su prima tercera, Emma Pierce, un año menor que él sería su esposa un par de años más tarde y Thomas no veía la hora de conocerla. El día de su decimoséptimo cumpleaños, nos encontrábamos en el dormitorio, cuando Thomas me comentaba que ese mismo día conocería a Emma. Tommy se encontraba eufórico, no dejaba de hablar y de imaginar como sería su prima. Yo no comprendía tanto entusiasmo en él, pues aunque las bodas entre familias estaban bien vistas, no me gustaba que Tommy quisiera eso. Así, terminó nuestra amistad antes de que pudiera pensarlo:
            -¡Ansío conocer a la preciosa Emma! ¡Deseo formar ya una familia junto a ella!
            -Pero Tommy, ¿por qué deseas tanto casarte con alguien que no conoces?
            -No es que lo desee, es que es mi obligación y me convertiré en el mayor orgullo de mi padre. 
            -Tu familia está orgullosa de ti, pero ¿casarte con tu prima?
            -¿Y con quién he de casarme entonces?
            -No lo sé, Tommy, no sé con quien me casaré yo, solo espero que sea como mi príncipe azul, como el Romeo de Julieta.
            -¿Príncipe azul? ¿Romeo? ¡No pienses tonterías, Anna! Eso no existe, nunca podrás elegir con quien casarte, además, nadie querrá casarse contigo si eres así de estúpida.-me miró como si nunca hubiese fijado sus ojos en mi.-
            -Claro que me casaré, tendré un final feliz, como en los cuentos que me enseñas.
            -No, no, deja de decir barbaridades, eso no ha existido jamás, ¡son todo cuentos de hadas! ¿O es que quieres acabar muerta como esa Julieta enamorada?
      Sin más, Tommy abandonó la sala, y pasó a ser un desconocido para mi. Todo lo vivido anteriormente en nuestra infancia se esfumó en cuestión de segundos. Nunca comprendí lo ocurrido, su actitud me era muy extraña, quise pensar que era la madurez que ya había llamado su puerta y me sentí desgraciada durante los tres siguientes años. Mientras ese tiempo pasaba, comencé a mirar al suelo cuando me dirigía a Lord Thomas y a tratarle como al resto de su familia. No cruzábamos ninguna palabra, ningún gesto, nada. Mientras él paseaba por los jardines cogido a su ya bella esposa Emma, yo contemplaba desde las ventanas de los dormitorios. Cuando cumplí los veintitrés años, comencé a alejarme del mundo, hacía mis tareas lo antes posible y cuando las terminaba, corría a mi dormitorio a releer la obra de Shakespeare. Fue mi único ocio durante largos meses y mi hermana Lisa creía que acabaría loca de tanto leer siempre lo mismo. Me convertí en una experta en cuanto a la historia, planteaba mis propias hipótesis sobre lo que podría haber ocurrido si Romeo se hubiese enterado a tiempo. ¿Y si Julieta se hubiera casado con Paris? La tragedia habría sido titulada Julieta y Paris y habría sido escrita en unas diez o doce líneas. En cambio, Paris contaba con un papel mediano en la historia. Yo lo imaginaba alto y apuesto, dispuesto a luchar en todas las guerras que se pusieran en medio, mientras que a Romeo lo veía con una media sonrisa y unos ojos que te susurraban los versos más románticos del mundo. Cuando quise darme cuenta, leía a Romeo con la cara de Thomas en mi mente, y eso no era lo malo, lo peor era estar enamorada de él sabiendo que prefería al personaje ficticio.

     Una mañana, me encontraba en el dormitorio de Tommy colocando las flores en los jarrones, cuando escuché una alterada conversación entre Lady Elizabeth y Thomas.
            -... Pero hijo mío, debes comprender que tu padre lo hace por tu bien, hoy es un día triste para todos, pero muéstrate feliz ante él, no desea recordar esta fecha aunque piense plenamente en tu madre.
            - No piensa en ella, si lo hiciera no estaría celebrando la boda de Jane este mismo día, es horrible verle la cara a ella mientras se le caen las lágrimas por las mejillas. ¿Y tú, que estás haciendo? –alzó la voz mientras se dirigía a mi.
            -Yo, colocaba las flores, señor…
            -Acaba rápido y sal, quiero estar solo, ¿me has entendido?
            -Sí, mi Lord, enseguida…
            Segundos después, me disponía a salir del cuarto después de Lady Elizabeth cuando Thomas me agarró del brazo. Yo me detuve asustada, pues no esperaba encontrarme con ese gesto de él.
-Anna… Respecto a lo que has oído, no digas ni una palabra.
-De acuerdo Tommy… Digo, mi Lord.
-Hacía tiempo que no me llamabas Tommy.
-Hacía tiempo que me negaste la palabra…
-Yo… No recordaba que fueras así, has… has crecido mucho.
-Es lo ocurre cuando pasan los años, mi Lord.
-Deja de llamarme así, no soy tan viejo.
-Disculpa, debo marcharme a empezar los preparativos.
            Fue entonces cuando sucedió, al intentar abrir la puerta, Thomas volvió a cogerme del brazo y esta vez lo hizo con más firmeza. Acercó su cara a un par de centímetros de la mía, y con la vista fija en mis ojos, añadió:
            -Nunca te pedí que dejaras de hablarme, solo te di paso a que crecieras, Anna.
            -Entonces debo darte las gracias por haberme convertido en lo que soy, ¿es así? Ah, no, que solo soy una estúpida criada a la cual no miras a los ojos desde hace unos tres años, eso se te había olv… -antes de que pudiera acabar la frase, había apoyado sus labios en los míos, haciéndome callar sorprendida, pero haciéndome llevar. No calculé cuanto duró el beso, solo recuerdo que olía a jazmines, que acababa de y que el sol pareció brillar más que nunca. 

     Esto no es una historia de amor, ni una historia sobre el amor. No quiero enseñaros el amor porque cada uno lo vive en primera persona, cada uno lo vive en sus propias carnes de una manera u otra. Si de alguna manera aprendí a amar no fue con ese beso. Ni con ninguno otro dado más tarde. Los besos no te enseñan el amor, ni te hacen querer a nadie. Mucha gente se ha enamorado con besos, muchos besos han gustado más que otros, muchos se han desperdiciado a lo largo de los años. Si algo he aprendido, es que nunca debes mirar al pasado. Aunque yo ahora lo haga. Recordar mi infancia no me duele, ni me molesta, me hace estar satisfecha. Ya sé que no tuve un cuento de hadas, pero quiero creer que fui una niña feliz. Después de haber vivido tantos años, a veces aún pienso como esa joven que amaba a Romeo, a veces aún le echo de menos. Pero, en estos mismos instantes, mis pensamientos son otros: voy a morir. Supongo que no debería asustarme la muerte, pues yo misma la tuve cerca…

     Os preguntaréis que pasó con Tommy, si me casé con él y tuvimos un final feliz. Pues no exactamente. Tommy llevaba poco tiempo con Emma, la preciosa y perfecta Emma. Su pelo era tan largo y tan brillante, que a menudo sufría dolores de cabeza. Después de aquel beso con Thomas no supe como mirarle a la cara, y creí haber hecho algo mal, pues poco después, Thomas y Emma decidieron mudarse de Durham a la ciudad de Oxford, donde Thomas empezaría en la universidad. Así, solo quedó su ausencia en la casa, pues nadie les mencionaba y ellos no venían de visita.

     Cuando cumplí veinte años, mi hermana Lisa ya se había marchado hacía dos a Londres con la esperanza de encontrar algo mejor. Poco tiempo después, me enteré que había tenido un niño de no se sabe quien. Mi madre enfermó, y aunque aún era joven, un resfriado pudo con ella. No lloré su pérdida hasta meses después, pues me encontraba en un estado de shock que no me dejaba avanzar. Me convertí en la cocinera de la casa, y mientras preparaba la comida, lágrimas caían por mis mejillas al recordar lo buena que era mi madre en los platos. James Adams, el hijo del criado, comenzó a mirarme de manera provocativa y puesto que jamás había cruzado una mirada diferente con él, me sentía incómoda con su presencia. Por las noches lloraba por mi madre y mi hermana, la soledad que sentía era incomparable con todos los dolores del mundo. Una noche en la que me encontraba en vela, tomé la decisión de marcharse de Durham y viajar por todo Reino Unido, pero, ¿qué podía hacer una joven sin apenas conocer el mundo salvo la casa en la que vivía? Me repetía la misma pregunta, padeciendo un miedo insospechable al exterior de la casa. Aún así, sabía que no debía quedarme allí mucho tiempo más. Una noche después, me armé de valor e hice la maleta. En ella apenas llevaba equipaje, solo tenía seis mudas, una foto de mi madre y mi hermana, un lazo del pelo que anteriormente le había robado a Jane, y los ejemplares de “Romeo y Julieta” y “La Cenicienta”. Conforme me alejaba de los jardines de la casa, comenzaba a amanecer y cuando llegué al pueblo ya había luz en todo el cielo. Nunca había visto un amanecer así. El cielo se había teñido de todos los naranjas que puedas imaginar y como si de un cuadro se tratase, atrapé aquella imagen en mi mente para siempre, aquel cielo que significaba libertad. El pueblo comenzaba a despertar y esperé a encontrarme con varias personas para poder acercarme a las calles. Llegué a una plaza en la cual se estaba montando un mercadillo. La gente en silencio armaba sus puestos y colocaba sus productos. Me acerqué lentamente a una mujer, y le pregunté vergonzosamente si sabía donde podía alojarme. Después de darme una dirección se lo agradecí y marché en busca de la casa. Allí estuve unos años, conseguí un trabajo de niñera y con ello podía pagarme el alojamiento.

     A los veintidós años conocí a Marius, el que después sería mi marido. ¿Amor a primera vista? Eso no existe en la vida real. Tenía los ojos más verdes que había visto nunca y sus manos podían recorrer mi cuerpo de una sola pasada. De él me gustó su paciencia y humor. Pero era muy orgulloso, cosa que muchas veces dio pie a discusiones entre nosotros.  Le conté todo acerca de mi vida, siempre supo quien era Tommy, y bromeaba sobre si él era mi Romeo. Pero la verdad es que nunca lo fue nadie, ni mi propio marido. Claro que me enamoré de él, pero era más la confianza que el amor lo que nos unió. Él sabía escucharme, yo… yo sabía cocinar. Con él viví mis mayores emociones, conocía todos mis pensamientos y mis miedos. Antes de casarnos nos fuimos a Londres donde consiguió trabajo en una fábrica muy conocida. Yo me convertí en ama de casa, y de vez en cuando cociné para algún restaurante. ¿Si tuve hijos? Por supuesto, cuatro. Yo ya estaba en mis veinticinco cuando tuve a Marius, el mayor. A Sophia la tuve al año y medio siguiente, pero una terrible fiebre me la quitó a los pocos meses… Dos años después tuve a Juliet, la pequeña tenía unos grandes ojos azules que lo curioseaban todo. Y a Michael lo tuve poco después. Podría decir que ser madre me cambió la vida. Pero han habido muchas cosas más que me han cambiado.

     Cuando Marius quiso empezar la universidad, su padre y yo le acompañamos a Oxford, y en el trayecto de ida, recordé a Thomas. Yo no creo en el destino. Sí en las casualidades. Y casualidad fue llegar a la ciudad y horas después ver a Thomas sentado en el mismo restaurante que yo. No me lo podía creer. Al principio no me vio, pero tras idas y venidas de miradas, sonrió y se levantó de la mesa. Se acercó sonriente y cuando llegó a mi altura, pronunció mi nombre:
            - Anna.
            - Thomas, cuanto tiempo, ¿qué tal? Éste es Marius, mi marido. –Marius sonreía avergonzado por la situación, ninguno de los dos nos la esperábamos.
            - Oh, encantado, Marius. ¿Qué os hace por aquí?
            -Nuestro hijo el mayor entra en la universidad. Mi mujer y yo hemos querido acompañarle para conocer también la ciudad.
            Thomas sonrió y me miró de arriba a abajo.
            - No han pasado los años por ti, Anna, sigues estando reluciente. –Mientras le sonreía, me fijé en sus aparentes entradas y la perilla que le había crecido.- Ahora debo marcharme, mi acompañante me espera.
            Cuando miré a lo lejos, vi a una joven, pero no era Emma.
            - ¿Y Emma, cómo está?
            - Falleció hace diez años.- se despidió con un leve gesto de la cabeza y dio media vuelta dejándome con la sorpresa en el pecho.

     A la vuelta de Oxford me mantuve muy callada, y Marius lo notó, pero no sacó el tema. Días después, al acostarse y verme aún despierta en la cama, me preguntó por Thomas.
            - No le des más vueltas, tú no lo sabías, llevabais años sin veros.
            - Pero podría haberme ahorrado la pregunta, debió dolerle recordarlo…
            - No estaba tan afectado si iba con esa jovencita.
            - A lo mejor era su hija, quien sabe.
            - Exacto, a lo mejor. Nunca lo sabremos.

     Y en efecto, nunca sabré si aquella muchacha era su hija, si había tenido hijos con Emma serían mayores que los míos, y aquella joven podía tener menos edad que Marius. Olvidé el asunto semanas más tarde, y ahora al recordarlo me acuerdo de los ojos de Thomas. Me acuerdo de él e imagino como habrá sido su vida, si alguna vez pensó en mi, si nuestro beso estuvo en su mente algún tiempo. Cuando les conté todo esto que ahora escribo a mis hijos, mi marido me acariciaba la mano a la vez que me escuchaba orgulloso. Mi hija Juliet se atrevió a preguntarme si algún día ella encontraría a su Romeo, mientras pasaba las hojas de mi desgastada novela. Ella se sentía como yo, y no solo por llevar el nombre de la protagonista. Aún lo conservo, y aún lo leo cuando quiero ver la cara de Thomas. Cuando yo no esté, mi hija lo tendrá, y cuando ella tampoco esté, sus hijos lo heredarán. Al igual que estas memorias que escribo.

     Hace unos días, mi nieto de catorce años me dijo que su padre, Michael, le había contado mi historia a él y a sus hermanos. No me molestó, pues me sentía orgullosa de todos mis hijos, y Michael quería educarlos con la verdad por delante. Charlie, mi nieto, no se podía creer que hubiese vivido en una mansión, me preguntaba si era como una mansión encantada. Yo reía al escuchar sus ideas sobre mi vida, pues nunca lo habría podido pensar así. Puede ser que esa casa sí estuviera encantada. Que la magia que había en ella me diera el poder de buscar mi libertad y mis sueños. Contándoselo a Charlie llegó su hermana Natalie.
            -¡Cuéntanos más, abuela!
            -¿Más? ¿Qué queréis que os cuente?
            -Cuéntanos como era esa casa, ¡cuéntanos todo!
            -Papá seguro que no nos ha dicho muchas cosas, cuéntalo tú, por favor.
           -Pues a ver, chicos… Como ya sabéis, estaban Thomas, Joseph y Jane, que eran hermanos, y yo era muy amiga de Thomas.
            -¿Os besasteis de verdad? ¿Eso lo sabía el abuelo?
            -Claro que lo sabía, el abuelo sabía todo sobre mi. –miré a la nada, recordando los viejos tiempos, cuando había conocido a Marius y como ahora me había dejado hacía unos meses.

     Marius era menor que yo, y aunque yo pensaba que moriría antes, él siempre tenía que ser el primero en todo. Y lo fue, claro que lo fue. Nunca volví a mirar a un hombre de la manera en la que lo miraba a él. Lo de Thomas era distinto, él había sido mi amigo, y aunque habíamos compartido ese beso hacía unos años, no eran los mismos sentimientos los que tenía. Puede ser que le amara, que imaginara de niña casarme con él, pero crecí sabiendo que nunca nadie como él estaría con alguien como yo. Hasta que conocí a Marius. Se pasaba el día cantando, tarareando, silbando. Irradiaba una paz y felicidad interior que hace poco descubrí. La vida es corta, decía él, si te la pasas sufriendo tu alma se acabará desgastando antes. Y aquí estoy, llegando a los 90 años. He sonreído a la vida, y he podido reírme de ella. Pero en estos momentos, echo de menos a mi marido. A mi amante, a mi mejor amigo, a mi vida durante años.

     Natalie y Charlie vinieron el otro día a hacerme su visita diaria. Natalie llevaba el pelo rizado, y al verle puse cara de sorpresa.
           -¿Qué ocurre, abuela? ¿No te gusta mi pelo?
        -No es eso, querida. Pero la vida ha cambiado tanto… Cuando yo tenía tu edad, no existían modas, no podía ir a la peluquería como vas tú ahora, nunca tuve un vestido de fiesta como los que me enseñas tú.
         -Ya, abuela… Charlie quería que siguieses con tu historia un poco más, quiere… quiere que le cuentes como era Julieta de guapa.
         -¡No, Natalie! ¡No mientas! Eres tú la que quieres saberlo, eso es solo un cuento de hadas.
         -¿Un cuento de hadas? -pregunté sorprendida.- ¡Qué poco sabes, muchacho! ¡Romeo y Julieta es una tragedia! ¿O acaso no sabes lo que les ocurrió al final?
         -Sí, abuela, pero… ¿por qué te gustaban?
         -No lo sé, ¿por qué te gustan a ti The Beatles?
         -Su música es genial, ellos son geniales. Son diferentes.
         -Exacto, así era el amor de Romeo y Julieta.
         -Ah…¿Y si Thomas hubiera sido tu Romeo? ¿Si él te hubiera querido así?, ¿te habrías casado con él?
         -Lo dudo, él ya estaba comprometido desde pequeño con su mujer. 
         - Pero abuela, ¿Qué ocurrió, para que no te quisiera, para que no hiciera nada por ti, si te besó?
         -Charlie, lo que siempre ocurre… la vida.

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